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Segunda Cita


Soplaba un viento por la tormenta Frank. No obstante, el día se hacía más y más extenso. Quïzá ganas de tomar una siesta y despertar ante la sorpresa de la noche anticipada, afeitarme otra vez, algunas abdominales y enfilar a la cita. Pero también había en mi cierta necesidad de diversión y suspenso, y por eso propuse que nos dejáramos buscar y encontrar a lo largo de una calle, alrededor de un parque llamado Bicentenario .

No quedaba más que relajarme y esperar. Sólo hacía falta un detalle: mi vestuario, en el cual no me había detenido suficientemente, pues creía que de sobra encontraría algo en el armario que me salvaría y, ¡oh, sorpresa! En cuanto corrí las puertas sólo vi aquella camisa verde que yo tenía por sensual y atrevida, pero que no era más que una camisa apagada, repetida.

Quizá pronto se había hecho tarde. Ni siquiera pude darle un sorbo al agua de jamaica que me había servido para degustarlo lentamente mientras llegara la hora. Salí muy aprisa en busca de una camisa apropiada que, desde luego, no encontría en ninguna tienda departamental. No quedaba otra opción que aquellas boutiques en la plaza galerías. Lluvia, gentío de Martes por la noche y la frustración que significaba cada prenda con semejante precio.

De pronto, se abrió un espacio. No quedo otra que, descender de mi moto y protegerme de la llovizna mi recién cortada cabellera. Luz opaca, maniquíes que provocaban. Ése era el lugar. Entré con la espada desenvainada, presto a elegir entre lo que estaba exhibido: uniformes de meseros, guayaberas. Nada me pareció acorde al momento.

El vendedor se desvivía en atenciones: Que la camisa negra o la morada. Seguro notó mi gesto dubitativo y entonces me mostró aquella camisa con rayas apagadas en color rosa, la mera mera: Quizá "sin chiste", mas, una vez puesta, suficientemente perturbadora: $900.00 Vaya respiro que me produjo el saber del 25% de descuento . Ahora sólo restaba el par de calcetas y el citurón negro.

Me quedaba media hora para llegar a casa, banarme y vestirme, pedir un taxi, beberme de un jalón aquel vaso de jamaica y cubrirme con una chaqueta docker color café. Le pedí al taxista que me dejara dos cuadras antes del Bicentenario. Salvo algunas islas de luz, el camino era todo iluminación, nada de riesgo y, no obstante, mi euforia era tal que eclipsé cualquier temor de ser asaltado, secuestrado, raptado...

Ahí iba yo, caminando, silbando, cantando, ensayando las frases que le diría cuando la viera. ¿Cómo la descubriría? ¿Se detendría en plena avenida, haría un cambio de luces, me invitaría a subir al auto otra vez? Aun cuando no lo hiciera, yo tenía -¿creía tener?- la solución para atraerla: desabotonarme la camisa rosa carísima, mostrar mi pecho peludo, sentarme en una banca y abrir las piernas con desenfado.

Y tanto vagaba mi mente que, cuando pasó frente a mí, no la reconocí. Al menos, no de golpe. Sólo advertió un aura, una fuerte presencia, un porte resuelto. Apresuré el paso y, a media cuadra, me detuve y me volví hacia ella. Sin detenimiento ni censura, le toqué su hombro y ella giró y se colgó de mi cuello: desmedida, perdida, loca. Y, así, entrelazados, dimos tumbos contra un muro, contra un árbol, contra el cofre de un coche, contra alguna reja.

Que no se hablara más. ¿La última escala? Mi casa, obviamente. Mas, de la nada, le dije: ¿Ya sé adónde te voy a llevar? Y caminamos hasta dar con una de esas islas, que resultó ser un restaurante elegante y fashion.

Y yo, tan acalorado por dentro y por fuera. Yo, que ardía por irnos, y ella, prolongando la espera. Yo, desabotonándome la bendita camisa de rayas rosas opacas, mostrando mis dotes de galán, abriendo las piernas con desenfado bajo el mantel. Yo todo pasión, ella, simulando indiferencia y esperando la hora que nos amaríamos otra vez como en la primera cita.

1 comentarios:

  • Anónimo   26 de agosto de 2010, 10:15

    aa abuen aporte jajaja

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